Victoria [2015]

El subtítulo de la portada dice: una ciudad, una noche, una toma. Pero, a decir verdad, Victoria —la película del alemán Sebastian Schipper— es mucho más que eso.

Disponible actualmente en Netflix, Victoria muestra en tiempo real como una joven española conoce en una disco a un grupo de locales, y sale con ellos a experimentar la noche de Berlín.

La película es un plano secuencia, es decir, está filmada en una sola toma, lo cual es lo suficientemente auto explicativo como para reconocer la destreza con la que fue realizada, aunque, en este caso, lo importante es decir que el director no utiliza este recurso como indicador de capacidad técnica, sino, por el contrario, para lograr un efecto muy específico: volver invisible a la cámara.

En cine, el narrador no es un personaje más de la historia como en la literatura, en donde determina el punto de vista y, a través de este, construye la doble lectura que todo buen relato debe tener; sin embargo, en el lenguaje cinematográfico, el rol activo de la cámara representa en sí mismo una forma arbitraria de mostrar, lo cual es equivalente a decir que simboliza la decisión estética del autor por poner los ojos del espectador sobre determinada cosa y ocultar —u obviar—algunas otras. En términos visuales, éste es el narrador.

El efecto que persigue Schipper con esta forma de mostrar, es ubicar al espectador en el lugar intimista, casi de primera persona, en donde la cámara se vuelve uno más dentro de ese grupo de personas que se mueven, totalmente orgánicas, a través de las calles berlineses. Y con este movimiento coreográfico de la cámara y los actores consigue, paradójicamente, hacerla invisible de modo tal, que el público no tiene la necesidad de entrar en la historia, sino que ésta lo arrastra sin tregua.

Pero, como siempre, nada de esto funcionaría, si no fuese respaldado por una narración coherente y cohesiva. Hay, en Victoria, una tensión inherente en todas las decisiones que son tomadas y un juego con el prejuicio del espectador, que manipulará de manera directa sus posibilidades de anticiparse a lo que se viene. Para lograr esto, los personajes se desarrollan con mucha paciencia sobre una base estereotipada de roles sociales: hay una joven mujer que acepta, ni bien la cinta comienza, salir del boliche para ser acompañada por cuatro jóvenes hombres cuyas intenciones desconocemos. Es un suspenso natural, desprovisto de todo tipo de artificio visual o narrativo: se propone un punto de partida, y el resto se completa, en su totalidad, en la cabeza del espectador con sus propias expectativas o temores.

Si bien es cierto que, cuando los minutos avancen, aparecerán algunos giros de guion que, podríamos llamar, “inocentes”, de ninguna forma se podrá decir que estos han sido excusas narrativas. Todos responden a la lógica de los personajes construidos desde el primer minuto; incluso aquellos que resuelvan el conflicto principal.

Hay en Victoria un buen balance de la carga dramática de los personajes que responde, esencialmente, a la naturalidad del plot y a la complejidad de los personajes, pero también al interesante trabajo de los actores, sobre todo el de Laia Costa (Victoria), primera extranjera en ganar el premio Lola, uno de los más prestigiosos que entrega la Academia Alemana de Cine. No será una sorpresa agregar que gran parte de los diálogos fueron improvisados.

Victoria consigue, gracias a la suma de: decisión narrativa de puesta de cámara, desarrollo de personajes, interpretación y una historia convincente, construir una película intensa, novedosa, y eficaz, que funciona debido al grado de verosimilitud que la unión de sus factores alcanza. Hay que verla.

The Invitation [2015]

Antes de ver la película, lo que más me llamó la atención no fue el plot principal, sino una cita del Film School Rejects, que —ahora entiendo— la resume a la perfección: “Un balance casi perfecto entre suspenso y paranoia”.

La premisa de The Invitation (disponible en Netflix) no es nueva: un grupo de amigos se reúne para cenar, después de muchos años de no verse, y toda la acción se desarrollará en la casa en donde se congregan. El desenlace del conflicto principal y los giros argumentales, tampoco son novedosos, pero lo que destaca en este caso, es el excelso dominio de la técnica narrativa para contar la historia. De principio a fin, el espectador será manipulado sin tregua, y experimentará la feroz desconfianza de Will (Logan Marshall-Green), cuyo pasado y motivaciones, serán desplegados con suma paciencia, y entregados en dosis meticulosamente proporcionadas.

En cualquier thriller que pretenda usar el suspenso como recurso primordial, hay un elemento narrativo que se vuelve indispensable y del cual depende que el relato funcione o no: el punto de vista. Y si hay algo que la directora Karyn Kusama entiende cómo usar, es el punto de vista. A través de Will, director y guionistas, deciden qué información revelar y qué información ocultar, pero lo importante es que esto sucede con total naturalidad dentro de ese universo ficcional, y no como aparatosas excusas para hacer avanzar la narración. En este sentido, la cinta se mueve con gran soltura y convicción, arrastrándonos en su doble juego de paranoia y tensión.

Otra de las cosas que la película hace realmente bien, es respetar a raja tabla el implícito pacto que, la misma cinta, obliga al espectador a aceptar en la introducción. Esto no pasa tan seguido como debería, y sucede con frecuencia que, lo que había empezado como un thriller de suspenso acaba por convertirse en un slasher film, o (en el peor de los casos), en un trillado metraje de acción. The invitation, en cambio, ha decidido desde el principio que tipo de película quiere ser, y lo respeta hasta el último minuto, en donde el desenlace demuestra la gran madurez del guion.

Desde el punto de vista visual, la elección de los planos es estéticamente interesante y ponen de manifiesto la personalidad a la que la cinta aspira, sobre todo en algunas elipsis espaciales, o ciertas transiciones que podrían haber funcionado con planos básicos, como por ejemplo cuando el grupo sube, en masa, las escaleras para pasar por primera vez al comedor. Todas las decisiones de cámara, ya sea en angulación o en tipo de plano, encajan armónicamente en la construcción de la atmosfera que la historia necesita, sin ostentar la pretensión de otras películas de estas características. Aquí todo juega, de manera exclusiva, en favor del relato. No distrae, sino que más bien complementa.

Lo mismo se puede decir del sonido, austero pero efectivo, que no requiere de exuberantes despliegues técnicos, sino, tan solo, de acompañar la ambientación que, narración y planos, ya están edificando. Y así lo hace.

El último de los factores que permite a esta película independiente funcionar como un buen ejercicio de suspenso, es la correcta interpretación de los actores. Si bien John Carroll Lynch y Michiel Huisman sobresalen, en general, todos aportan verosimilitud y se ciñen a los perfiles que representan, enriqueciendo la atmósfera y cargándola del realismo que necesita.


En definitiva, The Invitation es uno de esos raros ejemplos de película independiente con amplio dominio del lenguaje cinematográfico. Para los amantes del género, es una oportunidad interesante de disfrutar de una cinta capaz de ir a las fuentes del suspenso sin desilusionar en su conclusión; y para los que no, será una buena excusa para acercarse a una cruda demostración de éste.

Hay que verla.

Homeland (Iraq Year Zero)

Prácticamente desde la creación del cinematógrafo, no ha habido un solo día en el cuál la inevitable pregunta no haya rondado los márgenes del séptimo arte: ¿Cuál es el sentido del cine? El mismo Eisenstein llamó de esta manera a su primer libro, buscando esbozar una respuesta al respecto. Desde entonces, el cine ha sido objeto de estudio de la más diversa gama de ciencias sociales o, podríamos decir, de la mayoría de las vertientes formales de pensamiento que tienen como interés principal la observación del hombre  en el mundo: filosofía, antropología, sociología. Pero además de la búsqueda de la respuesta teórica, el sentido del cine ha encontrado sus interpretaciones simbólicas en el seno de expresiones artísticas como la literatura e incluso, por qué no, el mismo cine. En este sentido, Homeland, la última película del realizador iraquí Abbas Fahdel, representa una idea superadora de lo que el cine es o debería ser.

Al cumplir dieciocho años, Fahdel decide dejar su Iraq natal para mudarse a Francia, en donde estudiará cine en la prestigiosa universidad de La Sorbona, en Paris. Años más tarde, en 2002, vuelve a Iraq con el propósito de filmar, según sus propias palabras: “que ha sido de sus amigos de la infancia y de su familia; y en que se han convertido”, lo cual es también una manera de cuestionarse que hubiera sido de él mismo, si no hubiese elegido hacer su vida en un país diferente. El producto entre esta inquietud y la terrible situación del país como fondo, acaba siendo primer documental Back to Babylon, que sería transmitido más adelante aquel mismo año en la televisión francesa.

Un artículo de la prensa respecto a esta primera película, termina con la siguiente pregunta: “Además de observar un país olvidado, ahorcado por el embargo, la televisión sostiene un extraño espejo frente a nosotros, haciéndonos una perturbadora  pregunta: ¿Seremos los últimos en ver a estas personas con vida?”.

Tan contundente sentencia, moviliza profundamente a Fahdel, quien concibe por primera vez la posibilidad de que sus amigos y su familia no sobrevivan la guerra y decide volver a Iraq de inmediato para seguir filmándolos, persiguiendo la supersticiosa esperanza de que, quizá su cámara para él una expresión de vida, pudiera salvarlos de las atrocidades de la guerra.

Entonces nace Homeland: el testimonio invaluable del movimiento social, político e individual de Iraq, previo a la invasión norteamericana y luego de ella. En estas dos grandes secciones se divide la película: mientras que la invasión en sí misma permanece en el fuera de campo, dos grandes mitades, de dos horas y medias aproximadas cada una, se ocuparán del antes y el después respectivamente.

La estructura de la película es modular y va de menor a mayor, de modo que Fahdel comenzará con el orden familiar, en donde entraremos a la casa de su hermana y tendremos un largo rato para conocer las disposiciones familiares, con sus mandatos, sus roles, vínculos y responsabilidades. No obstante, pronto descubriremos que la organización de la familia ha sido alterada ante la incómoda certeza de la invasión inminente. Por ejemplo,  ni bien empieza la cinta, en el jardín de la casa —lugar donde transcurrirán muchos minutos del film—, se está instalando un pozo de agua para abastecer a la casa, cuando el suministro público se corte.

En esta primera parte conoceremos al sobrino del director, Haidar de 12 años. Él, la figura más entrañable de todo el metraje, será el centro ético, moral y hasta político de toda la película. Haidar aparecerá en todo momento dispuesto a hablar con su tío y, por consiguiente, con la cámara, opinando, explicando, cuestionando, enojándose y riendo. El niño será, sin lugar a dudas, uno de los rincones de refugio de la vida, dentro del caótico y hostil panorama del país.

Después de abarcar, entonces, lo familiar, la cámara de Fahdel saldrá a recorrer las calles de Babylon y de Bagdad, entregando al espectador el reflejo más sincero del mapa social existente previo a la invasión. Encontraremos vendedores ambulantes, profesores forzados a trabajar en oficios sencillos para alimentar a sus familias, artistas, vecinos. Todos tendrán un lugar en el film del iraquí, quien entrega en esa primera mitad, una pintura viva, imborrable, de todos los estratos sociales sobre los cuales el país existía, mostrando al mundo con absoluta precisión y austeridad qué y cómo era Iraq.  Algo que, hasta entonces, nadie jamás había mostrado.

En la segunda mitad de la película, luego de la paciente introducción a la vida en Iraq y los preparativos para la invasión, seremos golpeados por la crudeza de las imágenes. Ya es abril del 2003 y los soldados norteamericanos están por todos lados. Por las avenidas veremos pasar los tanques. Cinco, diez, quince, veinte. Transitan en grandes filas y con desvergonzada autoridad las calles de un país que no les pertenece, produciendo congestionamiento de tráfico e inseguridad. De repente serán necesarios permisos para acceder a algunos lugares o para moverse por la ciudad. La lealtad de la cámara de Fahdel nos mostrará todo lo que él vea.

El Iraq del caos es el de la segunda parte. Además de los soldados, la sombra de los saqueadores pro Hussein acechará la seguridad de la gente. Ellos serán los que incendien el patrimonio público para que la supuesta democracia que la invasión pretende acarrear, fracase. Con ellos, llegarán los saqueadores espontáneos, forzados a robar para alimentar a sus familias ante la creciente desocupación y desaparición de puestos de trabajo. Al quedar el país totalmente huérfano de sistema legal con la cúpula de gobierno desarticulada, no hay policía ni ningún otro tipo de autoridad civil más que los soldados norteamericanos, quienes tienen la potestad de sentenciar in situ y condenar a gente cuyo lenguaje no entienden y con la cual no pueden comunicarse.  Abandonar la casa se vuelve una actividad de alto riesgo para Fahdel y su familia.

La película es extremadamente política, en el sentido más cabal del concepto. El director no toma partido ni ejerce juicios de valor explícitos sobre lo que vemos, pero sí establece una crítica subyacente, especialmente a través del montaje de las secuencias. Sólo entendemos la realidad a través de quienes recorren la pantalla y las opiniones que ellos esbozan. Seremos testigos de la propaganda del régimen de Hussein y el inherente silencio que hay a su alrededor. Su cuñado dice, en un momento del metraje: “el pueblo iraquí ha sido esquizofrénico por treinta años, diciendo una cosa delante de Saddam, y otra a sus espaldas”. Esto no significa que el film esgrima defensa alguna respecto a la invasión. La crítica, en cambio, persiste cuando un régimen es reemplazado por el otro.

Homeland es mucho más que cine. Más bien, es una delicada pieza de arte, atravesada de principio a fin por su realizador, no sólo por estar cámara en mano en el centro del escenario, sino por estar involucrado formal y emocionalmente con la acción: esa que retrata es su vida y la de su gente. Su mundo.

Es una película imprescindible. Real y cruda. Reveladora en el sentido en que el espectador difícilmente sea el mismo una vez caído el velo del estereotipo y la desinformación; estremecedora respecto a la atroz circunstancia de su realidad.

Green Room

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Una banda de punk rock que recorre los Estados Unidos en una van y sobrevive conforme consigue fechas y bares en donde tocar, termina dando un show en un oscuro bar del interior del país que sirve de lugar de reunión para un grupo de neo nazis norteamericanos: los famosos “white supremacist”. Una vez allí, una desafortunada coincidencia, hará que sean testigos de un asesinato, lo cual terminará por dejarlos atrapados en una de las habitaciones del lugar. A partir de allí, deberán luchar para sobrevivir y escapar.

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Green Room es una película oscura en términos narrativos y visuales, lo cual demuestra una solvente coherencia. La composición de los planos es muy cuidada y hay una deliberada intención de no dejar nada librado al azar, que salta a la vista en cuanto la banda queda encerrada en la habitación. Antes de dar el show, cuando llegan al lugar, todavía queda algo de luz de día, sin embargo, en cuanto queden atrapados, ya muy rara vez volveremos a ver tonos cálidos en pantalla. Aquel detalle será vital para transmitir la asfixia y el pánico de la situación de la que son víctimas.

Los problemas del metraje, sin embargo, están en un guión que es irregular. Una gran primera hora logrará que nos interesemos por los personajes, lo cual automáticamente implicará que esperaremos una solución satisfactoria, si no para nosotros, al menos para la historia. Hay una introducción interesante de los miembros de la banda en un reportaje que un seguidor les hace y que, aparentemente, saldrá al aire en una estación de radio local. “Nombra la banda que te llevarías a una isla desierta”, les pregunta el pseudo-reportero cerca del comienzo. Sus respuestas nos permitirán reconocerlos: el líder, el reaccionario, el pretencioso, el artista, el soñador. Luego seremos testigos de cómo estas personalidades reaccionen al ser sometidas a la presión de una situación límite. También conoceremos al jefe de los malos: Darcy, representado por Patrick Stewart que hace un buen trabajo encarnando al líder            de lo que el mismo denomina “un movimiento, no un partido”. Darcy es el típico mandamás de una banda de criminales: temerario, frío, inteligente y calculador, no tiene problemas en matar a uno de los suyos solos para probar un punto. Es el único personaje de la película al que todos temen por igual. En un papel que, entonces, es bastante utilizado en el cine en general, Stewart sabe darle su toque distintivo.

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Hasta ahí, la película tendrá una buena curva narrativa y, desde el disparo del primer plot (cuando quedan encerrados), hasta la mitad del segundo acto, el suspenso y la tensión la harán sumamente disfrutable. Es a partir de allí que el guion se vuelve reiterativo y comienza a caer en los mismos recursos una y otra vez, pretendiendo que el suspenso se mantenga hasta el desenlace usando siempre la misma fórmula. Toda esa delicada construcción de personaje que la introducción entrega para cada uno de los músicos, servirá de poco a la hora de resolver el conflicto principal de la película, ya que sus destinos poco tendrán que ver con el “setting” inicial y, en algunos casos, hasta parecerán bastante aleatorios, cosa que, si no somos muy puristas, podríamos llegar a entender como verosímil. La pregunta es si aquella azarosa forma de cerrar el círculo de cada personaje, termina por funcionar narrativamente, cosa que desde mi punto de vista no sucede, pero que es bastante debatible.

Lo mismo pasa con todo el misterio que se desenvuelve alrededor de los sanguinarios y retorcidos participantes de aquel culto neonazi. Son muchos (y buenos) los interrogantes que la película propone en un comienzo y que, además, forman parte de una de las principales fuentes de tensión que atrapa al espectador en el comienzo: la sensación de que hay algo más importante que ellos llevándose a cabo en el lugar. Todo el interés que aquel sórdido movimiento representa, cae sobre el final cuando entendemos que la mayoría de las preguntas abiertas no serán respondidas.

¿Podrá entenderse este contexto como un reflejo de la Norteamérica de Trump? Quizás sea caer en el facilismo, pero es fácil ver porque la película gustó tanto ahí.

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Green Room es, en resumen, un thriller interesante, con una gran propuesta inicial que no logra sostener a lo largo de la hora y media de metraje, pero que, aun así, posee aspectos redimibles como para que su visionado valga la pena.

Land of mine

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Imagínate una película ambientada en una guerra. La que se te ocurra. A eso, agregale un sargento “malo”: estricto, severo y muy gritón (seguro ya se te ocurrieron un par). Después, poné un grupo de soldados en inferioridad de condiciones (sin son jóvenes o niños, mejor) con los cuales puedas empatizar, dales una misión difícil en donde su vida esté en permanente riesgo, y colocalos bajo el cruel comando del sargento. Si es posible, hacé que compartan el mismo espacio físico y, por último, esperá una hora y media a ver como se transforman las relaciones entre ellos.

¿Listo? Ya debes haber recordado, como mínimo, tres películas de la temática. Bueno, a grandes rasgos, esa es la espina dorsal de la danesa Land of Mine, con alguna que otra complejidad moral en el medio.
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La segunda guerra mundial acaba de terminar, Alemania se ha rendido y, como parte del castigo, debe “limpiar“ el desastre ocasionado y dejar nuevamente habitables los lugares de Europa que han sido, de alguna manera, comprometidos por la guerra. Dinamarca es uno de ellos. Más particularmente, una playa danesa por donde —se pensaba—, las tropas del nazismo intentarían entrar, razón por la cual los mismos daneses habrían plantado no menos de 45000 minas. Ahora, con la guerra finalizada, aquel peligroso campo debe ser devuelto a su estado natural, y los encargados de la peligrosa labor serán un grupo de niños alemanes (también soldados que participaron de la guerra), y estarán bajo la supervisión del sargento danés Carl Rasmussen (Roland Møller), quien detesta profundamente (aparentemente y según el film, al igual que el resto de los daneses) a todo alemán que pise su tierra. De allí el doble juego en el título (al menos en inglés), que puede ser leído como “tierra de minas” o como “mi tierra”.

Mentiría si dijera que la película no es emotiva (este tipo de cintas siempre lo son), porque el tema es suficientemente interesante y complejo de por sí. El fallo está en el cómo.

Lo que impide disfrutar la película es su terrible previsibilidad. El espectador atento, siempre estará un paso adelante en la historia, y no solo porque los eventos que disparan los actos son anunciados con cambios de tono y planos elaborados, sino porque además el metraje no logra salir de la estructura general compartida por todos los de su tipo, ya vista demasiadas veces. Gran parte de la crítica (La Academia incluida) ha optado por justificar la linealidad de la historia, sólo por su veracidad, lo cual me parece inadmisible como excusa narrativa, habiendo tantos recursos para contar una historia de este tipo.

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 SPOILER ALERT 

Lo evidente, entonces, sucede: del grupo inicial de niños que sufren todo tipo de pesares, desde la ya de por sí altamente riesgosa tarea de encontrar y desactivar las minas, hasta casi morir de hambre, solo sobreviven unos pocos, lo cual —conforme las penurias de los jóvenes avanzan—complejiza la moralidad del sargento, que empieza a (previsiblemente) formar un vínculo con los jóvenes, los alimenta a expensas de los castigos de su propia cadena de mando y sufre con sus pesares.

El guion descansa y se debate toda la segunda mitad del segundo acto, entre la ambigüedad del sargento que, pasado su rechazo inicial, cae en cuenta de que aquellos son solo niños con esperanza de vida mientras sigan realizando la tarea que les fue asignada, y la odisea que los jóvenes pasan a diario, en su intento de sobrevivir para ver otro día y, quizás, eventualmente volver a casa.

FIN SPOILERS

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En resumen, la cinta tiene una complejidad que es, en realidad, inherente al tema que trata; está sencilla pero efectivamente filmada, y no tiene mucho más valor intrínseco que la controversia que genera ese mismo argumento trabajado. Insisto en la convicción de qué, si este mismo tema hubiese sido explotado de una manera diferente, alejándose de los clichés del genero y evitando la búsqueda desesperada por el compromiso emocional del espectador, sin duda hubiera sido una mejor película.