El subtítulo de la portada dice: una ciudad, una noche, una toma. Pero, a decir verdad, Victoria —la película del alemán Sebastian Schipper— es mucho más que eso.
Disponible actualmente en Netflix, Victoria muestra en tiempo real como una joven española conoce en una disco a un grupo de locales, y sale con ellos a experimentar la noche de Berlín.
La película es un plano secuencia, es decir, está filmada en una sola toma, lo cual es lo suficientemente auto explicativo como para reconocer la destreza con la que fue realizada, aunque, en este caso, lo importante es decir que el director no utiliza este recurso como indicador de capacidad técnica, sino, por el contrario, para lograr un efecto muy específico: volver invisible a la cámara.
En cine, el narrador no es un personaje más de la historia como en la literatura, en donde determina el punto de vista y, a través de este, construye la doble lectura que todo buen relato debe tener; sin embargo, en el lenguaje cinematográfico, el rol activo de la cámara representa en sí mismo una forma arbitraria de mostrar, lo cual es equivalente a decir que simboliza la decisión estética del autor por poner los ojos del espectador sobre determinada cosa y ocultar —u obviar—algunas otras. En términos visuales, éste es el narrador.
El efecto que persigue Schipper con esta forma de mostrar, es ubicar al espectador en el lugar intimista, casi de primera persona, en donde la cámara se vuelve uno más dentro de ese grupo de personas que se mueven, totalmente orgánicas, a través de las calles berlineses. Y con este movimiento coreográfico de la cámara y los actores consigue, paradójicamente, hacerla invisible de modo tal, que el público no tiene la necesidad de entrar en la historia, sino que ésta lo arrastra sin tregua.
Pero, como siempre, nada de esto funcionaría, si no fuese respaldado por una narración coherente y cohesiva. Hay, en Victoria, una tensión inherente en todas las decisiones que son tomadas y un juego con el prejuicio del espectador, que manipulará de manera directa sus posibilidades de anticiparse a lo que se viene. Para lograr esto, los personajes se desarrollan con mucha paciencia sobre una base estereotipada de roles sociales: hay una joven mujer que acepta, ni bien la cinta comienza, salir del boliche para ser acompañada por cuatro jóvenes hombres cuyas intenciones desconocemos. Es un suspenso natural, desprovisto de todo tipo de artificio visual o narrativo: se propone un punto de partida, y el resto se completa, en su totalidad, en la cabeza del espectador con sus propias expectativas o temores.
Si bien es cierto que, cuando los minutos avancen, aparecerán algunos giros de guion que, podríamos llamar, “inocentes”, de ninguna forma se podrá decir que estos han sido excusas narrativas. Todos responden a la lógica de los personajes construidos desde el primer minuto; incluso aquellos que resuelvan el conflicto principal.
Hay en Victoria un buen balance de la carga dramática de los personajes que responde, esencialmente, a la naturalidad del plot y a la complejidad de los personajes, pero también al interesante trabajo de los actores, sobre todo el de Laia Costa (Victoria), primera extranjera en ganar el premio Lola, uno de los más prestigiosos que entrega la Academia Alemana de Cine. No será una sorpresa agregar que gran parte de los diálogos fueron improvisados.
Victoria consigue, gracias a la suma de: decisión narrativa de puesta de cámara, desarrollo de personajes, interpretación y una historia convincente, construir una película intensa, novedosa, y eficaz, que funciona debido al grado de verosimilitud que la unión de sus factores alcanza. Hay que verla.