Coraline [2009]

Quien diga que Coraline, o “Los mundos de Coraline” es una película infantil, está completamente equivocado. Henry Selick, guionista y director de películas como “Pesadilla antes de Navidad” (realizada en colaboración con Tim Burton) y “James y el durazno gigante”, estrenó en 2009 su última animación a la fecha, basada en el libro homónimo de terror fantástico, escrito por el multipremiado autor británico Neil Gaiman (autor de, entre otras cosas, American Gods, el bestseller que dio vida a la serie que Starz acaba de estrenar).

Como si fuera una adaptación oscura de Alicia en el país de las maravillas, la película toma algunos elementos del cásico de Lewis Carroll, y los utiliza para introducirnos en un universo extraño y tétrico a la vez, en donde la protagonista explorará maravillas que —desde el principio sospechamos—, no son lo que parecen.

La historia es un círculo que se abre y cierra en lo familiar. Eficazmente situada en el punto de vista de la niña, durante la presentación conoceremos a sus atípicos padres, que representan con caricaturizados rasgos, lo que podría entenderse como una sátira al modelo de padre contemporáneo, consumido por las obligaciones sociales: los dos trabajan incansablemente, redactando artículos como especialistas en un oficio que, no sólo no practican, sino que tampoco parecen disfrutar. Lo único que esos padres claman necesitar, es que su hija los dejé en paz el mayor tiempo posible, para poder así terminar sus ensayos y lograr pagar el lugar al que acaban de mudarse. Aquella casa, que configura el mundo real en el que Coraline vive, es en sí mismo, un lugar, al menos, infausto para ella, quién es ignorada y recluida a la soledad de su única compañía. Este panorama de inherente tristeza, es completado por el niño que vive en la casa más próxima: Wyborne, un juego de palabras con “Why Born”, algo así como “¿Por qué nacido?”, lo cual es una manera muy inteligente de deslizar que la realidad del niño en su propia casa, no es muy diferente a la de Coraline. Será él quien regale a la niña una muñeca sospechosamente parecida a ella, pero con botones en lugar de ojos, y será Coraline quien adopte aquel juguete, y encuentre en esa muñeca la compañía que, con tanta avidez, precisaba.

Con la organización familiar así planteada, Coraline descubrirá luego la pequeña puerta que abre el luminoso túnel capaz de transportarla al fantástico mundo del otro lado de las cosas, que es en realidad el otro lado de la casa y el otro lado de su familia. Ni más ni menos, lo que la niña experimenta cuando se arroja al mundo de las maravillas, es su propia realidad patas para arriba, y en ese universo paralelo, todo es superficialmente mejor. Su otra madre se preocupa por ella y atiende sus necesidades, su otro padre tiene tiempo para escucharla y no es un quejoso escritor de artículos de jardinería, sino que es músico y ha logrado construir un gran jardín atrás de su casa. No obstante, cada uno de los detalles de aquella realidad alternativa, transmite una sombra siniestra de duda, como si todas las cosas allí estuviesen teñidas de una cierta oscuridad que respira por detrás. Lo que vemos a través de los ojos de Coraline, parece estar levemente retorcido, en el más sentido integral de la palabra.

Selick demuestra con esta cinta que su buen nombre en la esfera de la animación está más que justificado. Coraline usa la magnífica técnica del stop motion, que da un ritmo y un tono que, si es bien utilizado como en este caso, permiten que historia y personajes fluya de una manera tan particular y personal, que ningún otro tipo de animación es capaz de conseguir. Esto sumado al 3D que el autor decide agregar, conjugan una obra decididamente original. De más está decir lo saludable que resulta poner en uso este tipo de técnicas animadas para construir relatos de tonalidades más complejas que las usualmente trabajadas por Disney o Pixar.

Coraline es una película simbólica, plagada de señales que dibujan el mundo de una niña, con su luz y su oscuridad. Es una oportunidad para redescubrir lo importante que ciertos malos hábitos pueden llegar a ser en las primeras etapas de la vida, y es, también, una perspicaz crítica a las prioridades de la modernidad. Si bien hay ciertas pequeñas fallas narrativas en el desarrollo de los personajes secundarios, Coraline es una película sumamente interesante que aporta la visión de una niña en un mundo hostil y levemente retorcido; y eso es algo que no podemos dejar de reconocer como, al menos, verosímil en los tiempos que corren.

Moana

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No es ninguna novedad la capacidad que Disney ha desarrollado con los años, de contar historias efectivas y emocionales. En este sentido, Moana no es distinta, por el contrario, parece representar la máxima expresión de esa increíble capacidad y quizás se deba a que los dos directores son viejos conocidos: Ron Clements y John Musker, los mismos que dirigieron tres películas gigantes en la historia de la compañía: La Sirenita (1989), Aladino (1992) y Hércules (1997).  Ahora parece que se animaron a salir del dibujo para encarar su primer proyecto digitalmente animado.

Moana es, en términos estrictos, dos cosas: la joven protagonista de la historia y, en maorí —una de las lenguas del pacífico—, el sustantivo utilizado para nombrar al océano. Esta estrecha relación será entonces, el punto de partida.

El relato está situado en la antigua Polinesia, en el contexto mitológico de la cosmogonía del Pacifico, en donde Moana es la única hija del líder de una tribu de muchas generaciones de marineros que se ha dejado vencer por su miedo al mar y han decidido nunca más salir de la isla ni aventurarse mar adentro. La protagonista, sin embargo, desde el comienzo de la historia tiene una relación especial con el océano, establecida directamente en la primera secuencia del film, cuando su abuela relata la historia de Te Fiti, la isla a la que Maui (un legendario semidiós), le quitó el corazón, despertando a Te Ka, una monstruosidad de fuego y lava. Para completar la fábula, su abuela le dice que las cosas así serán hasta tanto la persona elegida sea capaz de hacer que Maui vuelva a la isla a devolver el corazón a donde pertenece.

Como ya se puede intuir, Moana será la destinada de semejante travesía y, junto con la ayuda del océano, que abrirá en todo momento el camino para ella, la joven emprenderá ese viaje.

Si tuviéramos que hablar de la narración plana de la película, no habrá mucho nuevo para decir, y es que, ese suele ser el punto más lánguido en las animaciones de Disney: prácticamente todas siguen al pie de la letra la fórmula establecida para llevarnos desde el punto inicial al final. Y no es que eso esté mal, sino que es previsible y después de haberse visto algunos films del estilo, cualquier tipo de sorpresa será erradicada de las posibilidades.

En un año de musicales como lo fue el pasado 2016, esta propuesta navideña de Disney no se podía quedar atrás, y agrega una considerable cantidad de canciones que buscan comprometer la voluntad emocional del espectador, a la vez que preparar el terreno para los eventuales saltos de guion. Como nota de color, algunas de las canciones están en Maori.

Uno de los aspectos de mayor valor en la película, es su posicionamiento ideológico en la discusión socio-cultural que se lleva a cabo en la actualidad en cuestiones de género. En este sentido, Moana logra algo que ni siquiera otras películas de Disney con fuertes personajes femeninas lograban: dar a la mujer autonomía y protagonismo total en el relato, fuera del campo de la mirada del hombre. Esto, que parece evidente y debiera haber sido tan lógico, no es menor ya que es infrecuente en el cine que llega desde la industria, en donde la mujer suele ser utilizada como un elemento más de la masculinidad cultural. En la película no hay ningún hombre del que Moana se enamore, pueda enamorarse o vaya a enamorarse: el factor masculino es eliminado por completo de las motivaciones que rigen las decisiones de la joven. Tampoco hay una idea de sexo débil o sexo fuerte, siquiera aun en el viaje con el semidiós. Moana no necesita de él para cumplir con su destino, en ningún momento se desliza que ella pueda depender de él para estar a salvo, protegida, o porque ella no pueda valerse por sí misma. Al contrario, la joven tiene muy en claro cuál es su objetivo, declara reiteradas veces que lo realizará de una forma u otra y, en medio, el semidiós atenderá su propio conflicto dramático.

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La película tiene una buena dosis de humor y, si bien no aparece muy seguido el chiste adulto camuflado en el subtexto de relato y el destinatario general es el público más joven, de cualquier manera, es disfrutable.

Moana, entonces, es una película discreta y disfrutable para ver en familia, que cuenta una historia que ya nos han contado muchas otras veces pero que, así y todo, encuentra su individualidad en los buenos detalles.