Edgar Wright —director de películas como Scott Pilgrim vs. the World, Hot Fuzz y Shaun of the Dead—, se las ha arreglado para imprimir su nombre detrás de un estilo más que de un género en sí mismo, más allá de que, dentro de este estilo personal haya puntos de contacto con la comedia, con el universo de la post adolescencia y una sutil capa de ironía o hasta cinismo. Baby Driver no se distancia demasiado del patrón que Wright ha venido construyendo, aunque esta vez explora de manera más tradicional el cine de género.
Es en los primeros minutos en donde una película generalmente se define: se establece el tono, el tema, tal vez algún personaje. El opening suele funcionar como un túnel a través del cual el espectador entra al mundo que la historia propone. En Baby Driver hay un gran trabajo en este establecimiento inicial del clima, construido con una virtuosa y muy lograda persecución de autos en pleno centro de Atlanta, que claramente rinde homenaje a otras más clásicas como, por ejemplo, The French Connection.
El opening es funciona como disparador del tema a la vez que permitirá conocer a Baby, el protagonista, en plena acción y sin medias tintas. Sin embargo, aquella idea de efectividad, que vuelve este comienzo una virtud para la primera hora de cinta, se convertirá en un problema más adelante, cuando el tono cambie por completo y los cimentos en donde estaba fundada nuestra confianza en la historia, sean rotos y la película se convierta en otra cosa.
El tono es, entonces, el inconveniente más presente en Baby Driver. Y esto es porque la mutación de género dentro del relato necesariamente debe hacerse dentro de la sutilidad para que la veracidad no se pierda, pero sobre todo, para que la ambigüedad no concluya con el público perdiendo el interés en los personajes. Para un buen ejemplo de cómo usar correctamente el mismo recurso, basta con repasar Get Out, otra película de este mismo año en donde el salto entre un género y el otro es tan natural que, al contrario de generar una ambivalencia respecto al personaje principal, ayuda a aumentar su complejidad. Es esta indefinición entre ser una película y otra, la que no funciona en Baby Driver, y es la razón por la cual el relato se quiebra cerca de la mitad, cuando decide, por fin, abandonar la confusión irresuelta para abrazar una suerte de comedia negra bizarra (a las que, por otra parte, Wright nos tiene acostumbrados) cuando ya es demasiado tarde, separando el metraje en dos películas bien diferentes en su primera y segunda hora respectivamente. Resumamos diciendo que plantear el conflicto dentro de un género para resolverlo en otro, requiere una destreza que Baby Driver no tiene.
La banda de sonido es uno de los aspectos más interesantes en Baby Driver a punto tal que hasta puede ser considerada un musical por la manera en la que utiliza el ritmo y las canciones para contar partes de la historia. En gran parte de la cinta, las canciones son utilizados para generar movimiento en la historia y hacer avanzar el relato, más allá de que, por momentos, algunas de las escenas parecen estar editadas a destiempo, o justo cuando los labios de los personajes están diciendo algo diferente a lo que se escucha.
El metraje cae en la tentación de la mayoría de las películas contemporáneas de industria, de poner el background de los personajes en líneas de diálogo en lugar de utilizar el lenguaje cinematográfico y los medios visuales para hacerlo. Pasa sobre todo con Kevin Spacey dando información sobre los detalles que hacen a Baby ser quién es, así como pasa también en el café en donde Baby y Debora se conocen y empiezan su idilio.
Es por estas cosas que Baby Driver no logra desprenderse del efectismo de Hollywood ni construir un relato con personalidad como lo eran los títulos anteriores del director. Aquellos que disfruten de dos horas de buena acción con pinceladas de humor negro, verán con buenos ojos el nuevo film de Edgar Wright, aun a pesar de que la olviden en el corto plazo.